La escritura es como
empezar a soñar. Te plantas en un lugar y en un tiempo sin recordar cómo has
llegado allí. Y te dejas llevar. Es tu mente la que controla la historia pero es
libre de crear a su antojo, sin control. Y todo parece tan real. El sinsentido
es parte de ti. No importa a dónde vas, con quien vas, los personajes que te
rodean evolucionan o transmutan en otras personas según le convenga a tus
sueños. Y sigues soñando, sigues escribiendo. Todo fluye, no hay que mirar
atrás, ya llegará el turno de la revisión. Simplemente disfrutas, sufres, te
emocionas. Todo aquello que nunca harías en la vida real, no es que puedas
hacerlo, simplemente lo haces. Avanzas, pierdes la noción del tiempo, tus
sentidos menguan o se intensifican para ayudarte en el trayecto. Olores que
recuerdas como canciones que no puedes ver, pero si saborear con las manos. Y
tocas para moldear. Y la historia fluye. Los sueños nacen de nuestras preocupaciones,
de nuestros deseos, de recuerdos que encarcelamos en lo más profundo; ya sean
buenos o malos. Ahí quedan expectantes como la colilla incandescente esperando
una pizca de viento juguetón, un baile que prende la llama que inicia la marcha.
Escribir y soñar. Soñar y viajar. ¿Dónde está el límite? Solo uno mismo lo
sabe. La cuestión es no preguntarse por él. Vivir con él. Agrandarlo día a día,
noche a noche, palabra a palabra, sueño a sueño… No busques un final, el final
es inevitable, y llegará. No hay que obsesionarse con el final. Es como el
principio de un sueño y de este escrito. No sabes de dónde has venido ni a dónde
vas. Carece de importancia una vez estás inmerso. Sumérgete en ti mismo como en
una ilusión de la que no puedes escapar. Cuando despiertes y revises tu obra,
deja a un lado la creatividad y empieza con el trabajo duro. Es (según mi
parecer) la mejor forma de convertir tus fantasías en historias reales que
nunca sucederán.